Disculpen la expresión, pero me estuvieron hinchando las pelotas con este tema hace poco, así que… será.
Tengo una carta dentro de mi agenda. La tengo conmigo desde hace 120 meses. Mi amiguísima Johanna me dijo alguna vez que los dueños de las cartas son sus destinatarios, no sus remitentes, y bajo esa lógica, la he mantenido conmigo esperando la oportunidad idónea para entregársela a su propietaria.
Un día como estos de noviembre. Un día hace cerca de doce años conocí de corazón a alguien que había salido de mi sistema tiempo atrás. Apenas estuvimos cara a cara nos sentimos de lo más cómodos… contándonos, reflexionando juntos, haciendo travesuras de chibolos y diciendo las estupideces que uno puede soltar a sus quince… todo a partir de su curiosidad, la cual la dejó alerta ante un descuido mío y con el acceso fácil a una tarjeta que me había escrito quien unos días más tarde sería mi primera enamorada.
“Se nota que le gustas”, me dijo la chica. “La cuestión es un poco más complicada que esa”, le contesté. Y así empezó una relación que vista desde afuera era hasta cómica (por razones que no puedo detallar), pero que para mí resultó ser salvadora: era la primera vez que podía conversar tan fluidamente y en confianza con una mujer, pues hasta entonces no había conocido a alguna que fuera menor que yo o que, al menos, tuviera mi misma edad y no me tratara como un niño idiota.
Recuerdo que se mofó de las medias verdes que llevaba puestas (por razones que no puedo detallar) y que hizo el intento de fumarse uno de los Marlboro light que por pose guardaba dentro de mi billetera (verla toser como loca fue divertidísimo). Al poco tiempo éramos los mejores amigos y yo, estúpidamente, empecé a sentir algo más por ella, algo que juré matar en caso no fuera correspondido… aunque parecía, juro que parecía que sí… en todo momento intenté poner por delante el bienestar de nuestra buena relación y la traté como siempre.
Sus padres me llamaban “hijo”. Su hermano saltaba de alegría cada vez que me veía llegar hasta su hogar. Grabada en mi memoria la imagen de ella aderezada diciéndome desde su balcón “ahora mismo te abro la puerta, espérame un rato” y la forma en que se sonrojó cuando, tras leerle las cartas (¿?), le aconsejé vencer el miedo y arriesgarse si es que creía que aquél que le gustaba valía la pena.
En cierta ocasión me presentó a unas amigas y creo que ese fue el momento en el que se jodió el Perú, o en que se terminó de joder, en todo caso (por razones que no puedo detallar). “La verdad es que no eres tan alto”, me dijo una, recontra espesa. “No son tan bonitos tus ojos”, “Eres muy flaco”. Luego las llamadas empezaron a ser cada vez más escasas. Luego yo era el único que nos buscaba. Luego ya no me pidió nunca más ir a verla y así, fin. Parafraseando a Sabina, demoré en aprender a olvidarla cerca de dos años y cuando me la volví a encontrar estando con novia me preguntó desde cuándo, y yo: “desde hace quince meses”. “Vaya, es justo el tiempo en que dejaste de intentar ponerte en contacto conmigo”. Seguro que sí.
Por su culpa me hice con el anillo del mal. Por su culpa nunca vi el brillo en los ojos de la mujer que más posibilidades tenía en convertirse en el amor de mi vida (sí, desde luego... bueno, tampoco tanto). Gracias a ella aprendí a ser mucho más sociable (pese a ser irónicamente la protagonista del evento que me hizo dar cuenta de ciertos retrocesos en dicha materia). Gracias a ella aprendí a no perseguir a nadie, a no dejarme tratar como un can, aunque esto último no lo haya aplicado del todo durante los pasados doce meses (cosas del Orinoco).
La carta es lindísima. Espero que en algún momento llegue a sus manos. Espero que, si eso ocurre, lo tome a bien y no se infle de orgullo, pues ya no somos los niños de entonces. Quien sabe, quizá podría devolvernos aquella amistad que alguna vez se perdió -espero yo- por inmadurez, mas no por malicia.
Como hemos cambiado - Presuntos Implicados
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