Me vi tocando el timbre de su casa y pensé, “qué diablos hago acá” y peor, “¿qué demonios voy a hacer una vez esté dentro?”. La sensación me supo a déjà vu. Definitivamente ya había experimentado algo parecido con una ¿amiga? de antaño, cuando fui por primera vez a su hogar. Aquella vez miré su fachada y me di media vuelta. Di un paseo fugaz por las inmediaciones y volví diciéndome a mí mismo que era algo que tenía que hacer. A consecuencia de ello, de esa improvisada capacidad de decisión, logré aprender a desenvolverme mucho mejor en el territorio de una chica. De eso, por lo menos doce años.
Pero a esta ¿amiga? la conocía un poquito, algo, “más que mi compañera, ya era alguien familiar cuando me invitó a verla en su cancha”, me repetía. “¿Acaso el timbre está malogrado? ¿será esta una señal divina?”. Llamé por teléfono y nada. “El timbre una vez más”, y me dejó pasar. Después de andar un par de minutos adentro y de desterrar de mi cabeza cualquier atisbo de timidez, la pasé genial siendo un extraño entre extraños, encargándome de demostrarme a mí mismo que podía ser un florero despabilado e, incluso, un gilero descontrolado.
“Es que nunca te habías permitido ser así”, me dijo 24 horas más tarde mi pata derecha Johanna. Y tenía razón. El decir no fue desde siempre una de mis principales debilidades. Nunca le decía no al resto. A la única persona a la que le podía negar ayuda, cariño o posibilidades de lograrlo todo era, paradójicamente, a mí mismo. No era mi costumbre decirme “sí”, hasta ese día, gran día por cierto, a los que le siguieron otros llenos de curiosos y aleccionadores eventos.
¿Quién era esa chica que me había invitado a su casa? Una chica que había conocido en mis clases de francés y que, a la larga, se volvió más que una conocida. En ese instante no lo sabía y hoy me digo, "que bueno que las cosas resultaran así". Digamos que mi pequeña previa a Paris (libertad, me habían dicho) fue un encontrón con mi antiguo yo, con el Diego clásico, el que hablaba de literatura, de amistad, el que citaba frases célebres y recitaba poemas de Benedetti, sumado a uno mucho más sociable, mucho más, bastante más. Entonces me prometí algo que tengo planeado cumplir hasta que no me de más el medio cuerpo que tengo: no me voy a decir jamás no, la voy a pasar bien sin la estupidez de llegar a ser egoísta en el proceso, por consiguiente, si quiero dar un beso, lo doy. Si quiero decirle a alguien "te quiero", lo voy a hacer, así le resulte extraño. Si quiero empujarme uno de los mejores lomos saltados de Lima (como hice hace un rato), no voy a dudar entre el precio o si voy a dejar la mitad del plato o mi gastritis o lo que sea. Si quiero ver a alguien a quien no veo hace años, la voy a buscar hasta el fin del mundo si es necesario (bueno, tampoco tanto XD). Todo eso porque, es increíble, nunca más va a volver a ser (miro el reloj), 2 y 24 de la tarde de un 14 de junio del 2010.
He pasado días geniales a partir de esta nueva actitud. A veces siento que no me va, pero me vale madre realmente, ya que considero que por el momento (y por todo lo que pasé en los últimos meses) está bien hacer las cosas sin pensar y así creer que luego no voy a tener nada para preguntarme “¿y si…?”. Ya bastante perdí por miedo de perder. Ya bastante le he dado a gente que no valía nada y que terminó dándome la espalda. Yo, que -para mí- valgo más que todo el oro del Perú, me merezco lo mejor del mundo como todas las buenas personas que he conocido a lo largo de mi existencia, así que eso es lo que tengo que brindarme. Ni más, ni menos.
Fanky - Charly García
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario