“Vaquita”, solía decirle mi hermano menor, y yo me mataba de risa al ver el rubor en su rostro. Era ya 2005 y teníamos algunos meses de vivir juntos. Convivíamos en la casa de mis padres, pero eso no me importaba. Había llegado allí con una presión foránea fortísima, pero eso no me importaba: ya me había dicho te amo luego de haberme repetido hasta el cansancio que era incapaz de amar. Ya me había dicho que creía que dos personas podían pasar el resto de sus días juntas, contentas, luego de un larguísimo tiempo en el que solo decía que algo así era imposible… ya había cambiado de parecer respecto a las relaciones y, vale, seguía diciéndome que yo la había salvado, que yo era su punto de apoyo… pero yo no quería que dependiera de mí, pues siempre pensé que ella valía más de los que tipos con los que creció y que siempre le repetían que fracasaría y que la felicidad junto a otro solo podía ser sustentada con dinero.
Un día se quiso ir. Meses después, yo la boté de mi casa en un arranque de impotencia. Pensé que nunca íbamos a salir de esa, pero lo hicimos. Por aquél entonces trabajaba en El Comercio y me creía dueño del mundo. Por aquél entonces ella ya movía sus cartas para salir del país. Siempre decía que este Perú, de gente que no cree en nadie y explota al prójimo, solo la hacía sufrir y que su sueño era viajar a París a tomarse un café. Yo sonreía y le decía, ya iremos, pero nunca hice nada, como ella, para hacer realidad ese sueño y temía… temía mucho que pudiera irse a Madagascar, Egipto o Rusia sin mí, pues todos sus papeleos –el 98% al menos- los hacía sin mí… y eso me hacía sentir que se quería escapar de todo, incluyéndome.
El 1 de mayo del 2009 nos mudamos a un departamento chiquito en Magdalena. Ahora que lo pienso no sé si reflexionó bien lo que hacía. La primera vez que compartió un cuarto conmigo lo había hecho por un supuesto miedo a dormir sola en casa de mis padres. “¿Estás segura de lo que estás haciendo? ¿sabes lo que va a significar esto ante los ojos del resto? ¿sabes el nivel de compromiso que tendremos que asumir a partir de eso?”, le consulté, y ella me contestó “Sí”, pero no. Un día se quiso ir, no porque anduviéramos mal, sino porque ya había solucionado los problemas que la llevaron hasta mi domicilio, y eso me pareció un retroceso para nuestra relación. Un día se quiso ir. Meses después, yo la boté de mi casa, y hasta este momento me arrepiento de eso. Fue la primera vez que creí que no la iba a poder hacer creer de corazón en algo, como cuando me dijo te amo o como cuando empezó a hablar de matrimonio (que para mí, el de ambos, había empezado en el momento en el que me había dicho aquél sí).
Cuando llegamos hasta Magdalena para mí fue la gloria: cada frase que salía de nuestros labios sabía a unión, a compromiso, a futuro compartido. Los muebles, las sillas, el reloj de la sala, la cocina, todo, absolutamente todo era de los dos, y eso me encantaba. Entonces, me volví frágil… entonces reforcé la idea de que ella era mi ella, la mujer de mi vida. Entonces me debilité, empecé a tener fe en que todo lo que hacíamos era para los dos y que mi meta, la de tener una familia junto a ella, estaba bien encaminada. Debilidad no podía ser creer con el alma en algo.
Poco más de tres meses después ella llegó a la casa con una noticia que lo ha cambiado todo. Yo no sabía por qué, en verdad, ya ni recuerdo bien cómo fue… si me encaró con miedo o con dicha… lo cierto es que me dijo que le habían aprobado en una universidad francesa y que no iba a rechazar la oportunidad. De pronto todo se me vino abajo: NUESTRO futuro se estancaba, creí eso. NUESTRO futuro se hacía oscuro, distante… y la pena, y el miedo… y el no saber por qué razón había querido tanto vivir conmigo cuando sabía que cabía la posibilidad de dejarlo todo. “Tú vas a ir a darme el alcance en un año. Ya lo he pensado bien: yo puedo llegar y averiguar cómo puedes viajar. Acá tú puedes postular igual que yo. Yo puedo trabajar y ahorrar plata para que a ti se te haga más fácil llegar luego”, y su optimismo me tranquilizó. Mierda, estaba hablando de los dos. Iba a esperar por mí: mi sueño podía esperar porque había nacido a partir de mi relación con ella y porque, además, yo siempre había querido ir a Francia a tomarme un café con ella y a estudiar, esto último, desde que estaba en el colegio. Adapté entonces mi futuro porque consideré que era NUESTRO futuro. Y aguardé, con pena, el momento de despedirla, temiendo que fuera a dejar de quererme en el momento en que se diera cuenta que no me necesitaba más, pero pensando que el año que nos íbamos a dejar de tocar iba a irse rápido y confiando en que sea lo que fuera siempre íbamos a pelear por vernos pronto porque eso era importante para los dos… para los dos. Hoy, después de 179 días sin verla, no tengo ni idea de lo que pasará con ambos. Lo único de lo que estoy seguro es que ya no quiero hacerme ningún tipo de ilusión, porque duele cuando todo se rompe como un vaso de cristal contra el suelo... y aún así mi corazón late... y la extraño...
Distancias - Leuzemia
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"Me voy de Lima.. no sé cuándo regresaré", me dijo en mi cara pelada y una ráfaga de aire frío me sacudió todo el cuerpo. No hablé, no lloré, solo sentí mucho, mucho frío.
ResponderEliminarEse día creí -al igual que él- que todo se acababa. Pero en realidad, Diego querido, ese día todo recién empezaba.
Gracias a Dios no se había ido muy lejos, así que para mí era posible viajar todas las semanas a verlo...su excepticismo poco a poco se fue desvaneciendo y él también empezó a creer que sí era posible tener una relación de lejos.
Una vez superada la distancia, superamos la mayor prueba.
En una relación (como una vez me dijiste) siempre uno ama más al otro, siempre uno entrega más al otro, siempre uno enseña más al otro. Y es por ese empuje, que las relaciones son viables....¿Imagínate a dos derrotistas juntos? Dos personas así no van a ningún lado y mucho menos construyen una relación.
Derry