Tras caer, mi pequeño cuerpo de seis octubres se aferró a su instinto de supervivencia. Seguramente fueron apenas unos segundos, pero en mi cabeza la eternidad me abrazaba fríamente y me presentaba una visión que hasta ahora me persigue: los ojos bien abiertos observando como el agua me tapaba por completo y como sobre ella se asomaba una luz. Allí arriba había aire, sin aire podía morirme, así que pataleé todo lo que pude y ascendí hasta poder agarrarme del borde en donde un minuto antes había estado contemplando a otros niños dar chapuzones y nadar. Un empujón desde atrás -un primo travieso jugándome una terrible broma- apretó tanto miedo en mi pecho que durante años me fue imposible liberar tal tensión.
En vano mis padres intentaron lograr que aprendiera a nadar. No. Me ofrecían de todo, desde juguetes hasta videojuegos, pero nada. Yo no podía dar mi brazo a torcer, en especial luego de aquél verano en el que me inscribieron a mi hermano y a mí en unas clases en la piscina del Campo de Marte. Junto a otros infantes, el terror de aquella escena en la que yo caía a las aguas y me hundía viendo su superficie me persiguió, sobre todo, después de que dicho malestar se hiciera una infeliz realidad: yo abriendo los brazos, tragando harto H2O -con saborcito a cloro- mientras el profesor me criticaba por no poder mantener la calma, ¡pero si era un nene!
Tiré la toalla y cada vez que mi generación de Grimaldos se citaba para ir a la piscina o a la playa yo solo me limitaba a contemplarlos. Parecía entonces que me perdía de algo fantástico, pero era incapaz de hacerle frente a uno de mis más grandes temores.
Un día, como siempre, poco antes de cumplir 14 años, mi padre se me acercó con un especial que El Gráfico sacó por el tricampeonato de Sporting Cristal, el equipo peruano de fútbol de mis amores. "Este es un regalo", me dijo. "¿Te gusta?". Fue la excusa para sentarse a mi lado y hablarme sobre un lugar increíble que acababa de descubrir camino a Puente Piedra. A un lado de la carretera había un local con una piscina y un profesor amable que no tendría más alumnos que nosotros dos. "Ya es hora de que aprendamos a nadar", añadió.
Cuando era adolescente, contaba mi padre, estaba en la playa con unos amigos pasándola de lo lindo. Lamentablemente, uno de ellos terminó embestido por las aguas traicioneras del mar limeño y acabó ahogándose, hecho que traumatizó a mi papá y limitó su capacidad para desear y poder aprender a nadar. Sin embargo, allí estaba él, años después, ya tío, frente a su hijo, bregando por la posibilidad de hacerle cambiar de opinión: y yo la cambié. "Vamos a intentarlo. Ok". Dos clases después, ambos nadábamos estilo perrito y espalda. Mi miedo evitó que aprendiera más, pero dadas las circunstancias eso ya era -es- un logro sorprendente.
No hay verano ahora en el que mi padre no ame ir a la piscina a relajarse y la última vez que estuve en Nice fue glorioso poder mojar mi cuerpo en un mar tan azul y especial, y en Toscana el acceso a una piscina las 24 horas del día fue lo máximo, pues ahora me encanta nadar: me relaja y divierte. Aún no puedo con los lugares hondos (es algo que no controlo, como mi temor a las alturas), pero trato, siempre trato de no dejar que el miedo me gane, pues eso nunca es una buena idea.
I'm so afraid - Fleetwood Mac
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