Cuando niño tuve que renunciar a la posibilidad de aprender a montar bicicleta. Mi padre, que como yo carga encima algunos traumas inconfesables, jamás me iba a comprar una y mis amigos de barrio más cercanos no contaban con alguna, así hice de tripas corazón y en lugar de pedalear me dediqué a mejorar mi técnica en los videojuegos.
Mientras mi hermana fue adiestrada en el arte de utilizar una bici por un tío, mi hermano aprendió a ir en dos ruedas de manera autodidacta -lo mismo le pasó con la natación y los carros. Yo, en cambio, solo me contentaba con ser paseado por mis amigos o alguno de mis familiares, algo que me encantaba porque de copiloto podía disfrutar del viaje sin prestarle atención a los vehículos y a los transeúntes que se pudieran cruzar en nuestro camino. Era divertido, pero siempre sentí que faltaba algo. En revancha, la única vez que intenté ser el conductor de mi propio destino biciclero no pude con mi incapacidad para mantener el equilibrio y, desde luego, con la nula coordinación que hasta el día de hoy ha evitado que pueda coger -como dios manda- una guitarra. Por ello, terminé estampándome contra un árbol y con varias heridas en el brazo y las rodillas.
Luego crecí y nadie me preguntó entonces si sabía montar o no una bicicleta, mas sí: "¿Sabes conducir (un auto)?", a lo que yo contestaba con el clásico y tonto chiste: "No sé ni manejar mi vida, menos voy a saber manejar un carro", pero la respuesta debió haber sido siempre: "No sé ni manejar bicicleta. Punto". Quizá sean dos cosas totalmente distintas, pero, para ser sinceros, ustedes comprenderán mi ignorancia, de eso no tengo la más mínima idea.
Nunca me llamó la atención y no fue hasta que mi -ya no tan- reciente actitud de probarlo todo empezó a desarrollarse que consideré darle una oportunidad al niño que nunca fui y aprender a manipular uno de esos bichos de dos ruedas. Fue mi buena amiga Ángela la que me incrustó la idea de hacerlo, cierto día en la Universidad Católica, cuando aún trabajábamos juntos y éramos asiduos concurrentes al Mirador del Centro de Lima junto a la ex a la que no sé si llamar ex. "Un día hay que enseñarle", dijeron ambas, y yo feliz porque las estimaba horrores, por la confianza y porque, honestamente, sabía que podía caerme sin salir muy herido ya que mi cuerpo era más grande que cuando chuckie. Sin embargo, la ex, que siempre me hablaba de lo genial que era montar bicicleta, terminó conmigo antes de demostrármelo y Ángela cambió de chamba. Así, el interés -el mío- se diluyó como hielo en el agua, pese -incluso- de saber a una de mis mejores patas, Vania Almendra, ferviente admiradora del aparato ese y participante de cuanta actividad le incluya, como carreras de calatos y cosas parecidas. En foto siempre se le ve sonriente sobre una bicicleta. "¿Acaso sabe algo que yo no sé? ¿de qué demonios me estoy perdiendo?", pienso ahora.
A diferencia de lo que ocurre en Lima, en el que bicicletear es un deporte de alto riesgo, en París -me cuentan- hay mucho más respeto por el ciclista y se puede salir a pedalear sin miedo al atropello y a irse pa' la Habana, es decir, ir y no volver más. Con esas, hay incluso un sistema de alquiles de bicicletas que cuenta con mil 200 estaciones en toda la ciudad y sus alrededores, es decir, con un montón.
Luego de saber todo esto, el ánimo por aprender a montar bici regresó y con más fuerza después de que un par de amigas lo volvieran a remover. En Italia, hace unos días, mi madrina me preguntó por qué es que no sabía conducir (auto) y yo, tras contestarle con mi chiste de rutina ("No sé ni manejar mi vida, bla bla bla"), le prometí primero aprender a montar un velocípedo (sí, así se dice también bicicleta :P). Personalmente, creo que nunca es tarde para instruirse en algo y sería una buena forma de dejar atrás una vieja deuda conmigo mismo, así que habrá que intentarlo.
PD: Colofón (bastante triste, por cierto... así que ¡alerta!)... ¿Por qué es que mi padre no quería que montara una bici? Me lo comentaron recientemente en Italia... su hermana... y la cosa va así: Resulta que ambos tenían una tía muy apreciada que cierto día perdió a su padre. Veinticuatro horas después de su entierro, que resultó ser en una localidad bastante rural, su hijo mayor falleció atropellado tratando de devolver una bicicleta en un pueblo cercano. Todo un drama que me hace, ahora, comprender por que mi papá era tan cerrado respecto al hecho de que mis hermanos o yo andáramos en bicicleta. Años más tarde, si no me equivoco, esa misma tía, agobiada por un tipo de cáncer, pasaría sus últimos días en casa de mis abuelos. Mi papá siempre cuenta esto último (mas no lo primero) recordando lo duro que es ver sufrir a un ser querido, sobre todo, con dolores que nadie en esta vida debería tener.
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Yo te he llevado un par de veces como copiloto :)
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