Esto quizá sea un poco tonto, pero se me vino a la cabeza hace algunos días...
Resulta que creo que el corazón de una persona es como una casa rodeada de un jardín. Dependiendo de la persona, este último puede ser grande o pequeño, lleno de flores o vacío... el jardín representa la confianza o la falta de ella, la manera como uno se entrega o no en el camino hacia la puerta de la casa.
Lo interesante de esto es, en realidad, el cerco perimétrico, bajo o inexistente, en algunos casos, o alto e inexpugnable, en otros.
La madurez, si es preciso el término, o lo ideal -mejor dicho- sería tener un cerco lo suficientemente equilibrado en tamaño como para que no se filtre cualquier idiota y como para no espantar al resto, y un jardín bien cuidado y colorido, lejos de ser una selva inexpugnable o un terreno baldío... Y así es posible dejar entrar a los demás. Eso sí, siempre atentos: con un francotirador en la ventana delantera de la casa que dispare a matar a quien se atreva a arrancar alguna rosa sin el permiso de hacerlo.
Cuanto más joven uno es, el perímetro se defiende menos. Por otro lado, el problema de las personas que tienen cercos demasiado altos es que una vez alguien lo ha superado estas no tienen más defensas. Ni espinas, ni el francotirador, ni siquiera un perrito insignificante que diga "gua guau", así que la entrega es total y el dolor de alguna pérdida o la decepción ante un mal gesto puede llegar a quemar la casa con mayor facilidad.
Ahora mismo, de cara a un nuevo enganche, me enfrento a un muro altísimo, de piedra... Lo más curioso es que hace años que me prohibí trepar paredes tan altas o jugar al gato y al ratón, porque esforzarse tanto es un coñazo... pero... bueno, ustedes saben.
Lento - Julieta Venegas
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