viernes, 26 de abril de 2013

Ciegos todos... y tu mamá también

En un mundo de ciegos el tuerto es rey... ¿y si, de pronto, una epidemia de ceguera no deja sobre el orbe siquiera un tuerto? ¿y si en verdad todos ya estamos ciegos?
En Ensayo sobre la ceguera, José Saramago hace una crítica acertadísima al sistema en el que actualmente nos desenvolvemos: toda la humanidad padece una enfermedad que la va dejando ciega. Sobre el trazo, lo más oscuro de nuestra especie y lo mejor de la misma se dan de la mano en una suerte de locura racional que poco a poco va degenerando, como en historia zombie.
Un hombre parado ante un semáforo en rojo se queda ciego súbitamente. Es el primer caso de una "ceguera blanca" que se expande de manera fulminante. Internados en cuarentena o perdidos en la ciudad, los ciegos tendrán que enfrentarse con lo que existe como más primitivo en la naturaleza humana: la voluntad de sobrevivir a cualquier precio.
La obra pone en evidencia el comportamiento que tiene el hombre en situaciones extremas: una verdadera joya literaria que me recomendó mi señor padre hace como diez años y que no tuve oportunidad de leer hasta hace apenas una semana. Quizá por ciego... por no darle su real importancia.
Dice la reseña de la tapa: Saramago nos alerta sobre "la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron".

Algunas cosas del libro (van pa' la peña):

-Bien, gracias... es lo que decimos cuando no queremos mostrar nuestra debilidad. Decimos, bien, aunque nos estemos muriendo. A esto lo llama el vulgo hacer tripas corazón, fenómeno de conversión visceral que solo en la especie humana ha sido observado.
-Si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego ls inimaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos. Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van distribuyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos infinitos en los que ya no estaremos aquí para poder comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón. Hay quien dice que eso es la inmortalidad.
-Va a haber lucha, guerra. Los ciegos están siempre en guerra, siempre lo han estado. Volverás a matar. Sí, si es preciso, de esa ceguera ya nunca me libraré.
-Hay que tener paciencia, dar tiempo al tiempo. Deberíamos haber aprendido ya, y de una vez para siempre, que el destino tiene que dar muchos rodeos para llegar a cualquier parte. Solo él sabe lo que le habrá costado traer aquí este plano para decirle a esta mujer dónde está.
-Se ha acabado todo, respondió la vieja con una súbita expresión de desconfianza en los ojos ciegos, modo de decir que en estas situaciones siempre se suele usar, pero que realmente no es muy riguroso, porque los ojos, los ojos propiamente dichos, no tienen expresión, ni siquiera cuando han sido arrancados. Son dos canicas que están allí, inertes. Los párpados, las pestañas y también las cejas son los que se encargan de las diversas elocuencias y retóricas visuales, pero la fama la tienen los ojos.
-No faltaban parásitos cuando veíamos, y en lo que dices de la sangre, para algo ha de servir aparte de para sustentar el cuerpo que la transporta. Y ahora vámonos a dormir que mañana es otra vida.
-Si alguna vez vuelvo a tener ojos, miraré verdaderamente a los ojos de los demás, como si estuviera viéndoles el alma. El alma, preguntó el viejo de la venda negra. O el espíritu, el nombre es igual. Fue entonces cuando, sorprendentemente, si tenemos en cuenta que se trata de una persona que no ha hecho estudios avanzados, la chica de las gafas oscuras dijo dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

El tuerto y los ciegos - Sui Generis

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