La vi llorando y me sentí fatal. No sabía quien era ella hasta que se presentó ante mí. En menos de un mes de mandarnos cartas habíamos descubierto que teníamos ciertas cosas en común: la música, la manera de ver el mundo, algunos sueños y, en especial, la pena. Sí, la pena. Porque de arranque nos contábamos lo solos que nos sentíamos, lo incomprendidos, lo absurdo que nos resultaba la frivolidad que nos rodeaba sin tregua. Yo era un completo idiota (un poco menos que ahora). Era casi un niño que temía hablarle a las chicas porque todas lo trataban de lindo, de pequeño. Ella era, al menos para mí, alguien inalcanzable, bella, omnipresente, casi una deidad en el centro de un universo llamado colegio, un ser incapaz de siquiera dirigirle la palabra a un cabeza hueca como yo. Y sin embargo, por un tiempo, fuimos amigos inseparables, y yo no tenía idea.
La vi llorando y me sentí fatal. Hasta antes de saber quién era la pensaba feliz. Era linda, repito, alucinaba que tenía el poder de estar con quien le diera la gana, algo importante cuando se es adolescente (casi todo gira en torno a ello cuando se tienen 15), pedirle a cualquier nerd que le hiciera la tarea, alborotar un salón con solo entrar o despertarle la libido a los más pintados, pero a través de sus misivas descubrí que, más allá de toda idealización, era humana y, peor, aparentemente andaba triste... algo tenía en la cabeza... algo que quizá hasta este instante no comprenda, aunque trato... trato.
La vi llorando. Antes de conocer su identidad le había prometido hacer todo lo que estuviera en mis manos para ser su pata derecha. La vi llorando, pude haber averiguado qué le pasaba en ese instante, la razón por la que las lágrimas bañaban sus mofletes. Lo pensé. Lo dudé. Bastó que un amigo me pidiera seguirlo, pues ya casi acababa el año y teníamos pensado aprovechar cada salida para irnos a jugar pelota o matarnos de risa al frente del quiosco de la tía, donde por lo general nos reuníamos a pasar el rato, a huevear. La vi llorando y me fui, la dejé... la abandoné con la conciencia de saberme idiota y a ella, linda, mucho más que nunca porque, a decir verdad, lo que reflejaba su exterior no era ni la mitad de bello de lo que tenía adentro.
Luego de frustrarme, luego de sentir que había perdido la oportunidad de ser su amigo, hice algo que me marcó sobremanera y me definió completamente: prometí que nunca más iba a dejar a alguien llorando frente a mí sin siquiera preguntarle que tenía o si podía ayudarle. Prometí no darle la espalada a nadie, sobre todo, a aquellos a los que quería o a los que podría querer... a las buenas personas.
Años más tarde la chica de la historia me contactó. Yo me encontraba estudiando en la Universidad San Marcos cuando esto ocurrió. Hablamos por el msn. Hablamos en persona. Hablamos por teléfono. Nos hicimos tan brothers que incluso alucinábamos que nuestros hijos iban a ser tan patas como nosotros lo éramos. La pena aún era el complemento de nuestros andares, por diferentes razones que posiblemente vaya contando en posts posteriores, pero nos teníamos mutuamente para desahogarnos y prestarnos sonrisas. Actualmente nos seguimos comunicando. Hoy, por ejemplo, me dio un par de consejos para recuperar la buena onda. Las cosas curiosas que tiene la vida. Cambio y fuera.
Un vestido y un amor - Fito Páez
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