domingo, 3 de abril de 2011

Mario

Comprender lo incomprensible y concluir lo inconcluso. La vida suele ser complicada cuando se le intenta dar sentido. Todo lo anterior suele no tener gracia cuando el día a día está cargado de locura y alegría, porque solo aquél que cree que el instante es perverso, puede filosofar.

Mario era un gran compañero. A menudo las personas se le acercaban para agradecerle una buena acción, para solicitarle algún consejo o, simplemente, para pasar el rato conversando de algo distinto. La idea de Mario era muy simple: amar. Pero se complicaba con un par de palabras más: amar a secas, sin saber por qué.

Los largos días y las pesadas noches me han enseñado que todo aquél que no tenga algo establecido, es decir, un rumbo fijo, tiende a estrellarse contra el muro de sus propias limitaciones. Esto no me lo ha contado Juan, ni Susana, ni Verónica, esto es algo que recoge sentido cuando se está al borde de la desesperanza.

Mario guardaba una dosis de mí en cada conversa. A Juan le recomendaba paciencia con su enamorada, porque entender al prójimo no solo está en la Biblia, sino en la mismísima experiencia. A Susana le insinuaba tener un poco más de locura, porque sin gusto el mundo se convierte en una cárcel transparente, en la que la soledad desquebraja cada segundo de ánimo y convierte en amargura la dulce miel de la convivencia. A Verónica le decía: "Pequeña. No te adelantes a los hechos", y le leía un poema de Eielson bajo los suaves arrullos de un algarrobo.

Mario era como yo, de eso no tengo duda, aunque la alegría en su rostro era un poco más como la de Juan, tan desenvuelto en las reuniones y ciertamente apegado al suave alcohol que infecta siempre un rico vaso de pisco. Yo era un poco más apagado, triste dirían muchos, algo así como Susana, aunque menos arrepentido -que la muchacha- por tener tan parco carácter, aunque también era algo frágil, como el valor para tomar decisiones de Verónica, distinto, pues a diferencia de ella, todos mis actos eran producto de mi propia capacidad de análisis, y no nacían del consejo de algún amigo.

Quizá por estas pequeñas diferencias nunca nos entendimos -no lo sé- hasta que un día llegó destrozado por una duda que le partía el corazón desde el lugar más impensado. Todo en su rostro fue desgracia entonces: "La pena", me dijo entre sollozos y suspiros débiles. "La pena es inmensa cuando te la causa un ser amado".

Ciertamente sus palabras me conmovieron de inmediato -por aquél entonces era más romántico- así que no tuve más remedio que recostarlo en mi pecho y desearle la felicidad absoluta, como si nunca le hubiera dicho que tal cosa no existe. En fin. A veces es bueno basarse en los clásicos de autoayuda y no en la parquedad de nuestros propios estilos de vida, porque para parcharle las ganas a una persona a veces resultan las frases hechas.

Nunca me mencionó la causa de su desgracia, pero yo deduje de inmediato que Verónica lo había sacado de su nube, dudando entre el sí y el no, entre correr a pedirle consejo a Susana o en aceptar el pedido de mi compañero, con el refrán de Juan dándole vueltas en la cabeza: "Vive mientras puedas, y si la cagas, pues ríete".

De pronto todo siguió tan rápidamente: el final del colegio, la academia, la universidad, el trabajo hasta altas horas de la noche, la distancia, las novias, la mermelada, los amigos que nunca lo fueron, las penas, el café. Toda una mezcla de todo, y nosotros, bien gracias: continuando, porque es lo único que sabemos hacer.

Mario era como yo: Cuadriculado, orgulloso, zanahoria y auto obligado a ser extrovertido. Nunca me comentó que fue lo que le ocurrió con exactitud aquél día, aunque en alguna oportunidad la misma Verónica me lo contó.

Fue en una noche desenfrenada. "Un reencuentro", me explicó la niña que tenía en mi recuerdo, pero que ante mis ojos se presentaba hecha una mujer a quien definitivamente no ahuyentaría de mi cama. "Un reencuentro y ¡Salud!". Como nunca se dejó llevar por el momento, y terminamos en mi apartamento con toda la gracia recostada sobre las sábanas y la desgracia hasta el día siguiente, presos de un arrepentimiento atroz como la jaqueca que nos dejó tanto wiskey on the rocks.

-Un pequeño parche en nuestras vidas bien encaminadas -le comenté ruborizado.
-La tuya -contestó irreverente- La tuya será, porque la mía estaba hecha un disparate. Supongo que es la forma en que nos paga el mundo por no correr riesgos.
-¿Acaso te arrepientes de alguna oportunidad echada a perder?
-Todo el tiempo.

Verónica no era. Nunca lo fue. A ella le gustaba Juan. A ella le encantaba Juan, y lo soñaba bajo la luna llena de sus encantos y la omnipresencia de sus gestos, apenas cerraba los ojos. A ella le gustaba Juan, repito, que estaba con María, una sensual chica de su barrio a quien Susana detestaba, porque era alocada y coqueta, es decir, porque era su antítesis.

Verónica no era. Nunca lo fue. Ya que por puro despecho hubiera estado con Mario, a quien consideraba un muchacho tierno y muy maduro –para su edad-, digno de cualquier enamorada e incapaz de relacionarse con una jugadora como María, precoz debutante -según trascendió- en el Bedroom Futbol Club y partícipe de cuanta noche desenfrenada existía en la cabeza de los jóvenes colegiales de por entonces.

Como será de dura la vida que nos traiciona apenas puede, como si su intención fuera la de alquilarnos nuestros cuerpos hasta el día en que le podamos ser productivos, ya que apenas da cuenta que no tenemos con qué pagarle nos demanda por incumplimiento de contrato, y nos quita de a pocos la tranquilidad, el valor, la fe en el resto, y la esperanza.

Quieto. Completamente inmóvil. Juan se adentro en su lecho lentamente y lo despojó de sus ataduras sociales. Allí, sin más razón que aquella proporcionada por un trago barato, empezaron los forcejeos que finalmente lo llevaron a la locura. Lo había aceptado, a pesar de la duda y sus prejuicios, y luego el propio Juan le hizo saber que una noche es más que una efímera consecuencia del tiempo.

-En serio -me repitió Verónica ante mi cara incrédula- María era pura imagen y yo, una idiota. Cuando se enteró lo dejó al toque y terminó contándomelo porque según ella compartiríamos la misma pena ¡Idiota! ¡Como si a mí me gustaran los maricas!

Mario nunca más se pareció a mí. Eso me lo dejé muy claro, repitiéndomelo cuantas veces fue necesario, y explicándoles mis argumentos a Susana, la única que me pareció ajena a tanto enredo. La única que se acercó a mi ex amigo cuando todos empezaron a darle mil y un sugerencias sobre cómo debería de manejar "su problema". Ella lo mantuvo en su pensamiento y le ayudó a recobrar la sonrisa.

Ahora yo, pensando en la locura, filosofando sobre el futuro, sobre el destino, lo veo levantando una copa y bendiciendo el vino que lleva dentro. Su mirada se desvía ante la potencia de las luces: ya está curado de tanto qué dirán. Sin comentarios.

Lima, 24 de octubre de 2005

No hay comentarios:

Publicar un comentario