martes, 30 de octubre de 2012

Bitácora de un gato en París: De como el anillo fue ahogado en el Orodruin

Cuando estaba en quinto de secundaria y alguien me preguntaba qué era lo que quería estudiar al salir del colegio yo siempre respondía: "No tengo ni idea, lo único que sé es que después de estudiar lo que llegue a estudiar me gustaría irme a hacer un posgrado a Francia". Bacán. Esto es algo que muy pocas personas sabían, por lo que, cuando el resto se enteró de que vendría a París a hacer una maestría, muchos creyeron que venía persiguiendo a un muerto que, ahora más que nunca, es nada más que un fantasma. Pensaban que mi interés por llegar a este país europeo había nacido de mi relación con una chica con la que había convivido cerca de cinco años y con la que llegué a estar casi siete, y que terminó conmigo cuando su vida, precisamente en este país europeo, creo yo, estaba mejorando, mientras yo me moría por darle el alcance, sin suerte... a despecho de todo ello, y aunque ya no sea tan importante, dado el paralelo, toca ponerle algunas flores en su tumba, pues además de todas las cosas que había soñado con hacer al llegar, entre ellas escribir algún texto mirando la Torre Eiffel o ir a visitar a la Gioconda (cosa que aún no hago), hace tres años, en plena resaca producto del cariño no correspondido, me hice una promesa: para enterrar un gran amor, antes hay que hacerle un gran funeral.
El día en que terminó conmigo fue el día más triste de mi vida. Nunca antes me había sentido tan mal: arrastraba una depresión producto de la impaciencia por no saber si iba a poder verla y las pocas posibilidades de darle el alcance en Francia... "Daría lo que fuera por verte", me había dicho unos días antes, sin racionalizar lo que eso realmente significa. Yo le había pedido no comunicarnos por un par de semanas porque cada vez que conversábamos mis nervios se disparaban y tenía miedo de "molestarla" con alguno de mis achaques. "Sí, está perfecto eso", me dijo entonces. "Vas a ver, como yo, que lo mejor es estar solo... que ya es hora de que me dejes ir. Vamos, déjame ir". Bueno. Rompía el trato, vía Yahoo messenger.
-¿Por qué no me dijiste que tú y yo ya no estábamos juntos? Me vengo a enterar por tu hermana...
-Yo no le he dicho eso... solo que nos estamos dando un tiempo...
-¿Y por qué entonces ella cree eso?
-Porque entiende, como yo, que si me estás pidiendo que te deje ir y que crees que es mejor estar solo, que esto no va a durar mucho... además, porque me dijiste que tú y yo nunca íbamos a ser felices juntos.
-No, no es eso... tú y yo, en estos momentos, no podemos ser felices juntos.
-Eso no fue lo que dijiste. Mira, de verdad, quedamos en algo... la idea era de que yo no te molestara...
-Daría lo que fuera por verte.
-No te entiendo, me dices una cosa y luego otra.
-Te extraño. Estuve revisando unas cosas de tu blog. Me gusta hacerlo, porque es como si me estuvieras hablando. Yo cierro los ojos y pienso que estás aquí, conmigo.
-Por favor, me estás matando. Mis manos están temblando. Hace unos días yo era el malo, una basura.
-No, tú eres una buena persona.
-No te entiendo. Mis manos...
-Sí, tienes razón: yo siempre lo arruino todo. Soy una bestia...
-Tengo que seguir trabajando... en verdad...
-Soy una bestia.
Días después fui yo quien rompió el trato: a través de una comunicación, Campus France (ya expliqué lo que es, tsss) me anunció que cualquier tipo de postulación aquél año, 2010, era improcedente. "Mi última esperanza rota", le escribí en un correo, y ella: "Tenemos que conversar". Ok.
Recuerdo que fue un sábado, temprano. Ella no prendió la cámara del Skype, yo sí. "Que sea rápido, dime lo que ya sabemos me vas a decir", le dije aguantando el dolor. "Bueno, sí", contestó. "Tu y yo nunca vamos a ser felices juntos". ¿Total?
Infinidad de veces la había perdonado cuando estábamos en Lima. Cuántas veces me había hecho el duro y, al verla llorar, mi corazón se estrujaba tanto, que lo que venían eran abrazos, y luego llanto, pidiéndole no dejarme llegar a un extremo en el que tuviera que fingir frialdad. Y entonces lloré, y su voz no mostró ningún signo de alteración. Entonces me dijo que ella sí se merecía haber llegado hasta Francia y que, por el contrario, yo cosechaba pena por el hecho de no haberla sabido tratar nunca, que ella había querido terminar conmigo mucho tiempo atrás y que prácticamente yo había sido la causa de todos sus males, que ella se había hecho sola, que nadie la había ayudado a alcanzar sus sueños. Mientras me destruía, mi mente recordaba todo: ¡en cuántas oportunidades había llegado a mi casa, disgustada e impotente, porque su relación con sus padres no era nada buena! Atrás quedaba la propuesta de mi madre, de haberla hecho vivir con nuestra familia... todas las veces que la empujaba a mejorar... como si mi paso por ella no hubiera hecho nada en su vida, cuando siempre le decía que mi objetivo era hacerla feliz, lograr que no dependiera de mí, jamás, porque "uno nunca sabe lo que puede pasar", pese a que tenía la certeza de que me iba a dejar cuando ya no me necesitara, cuando hubiera solucionado todos sus problemas y fuera independiente. Y también, como golpes en la sien, aquellas llamadas en las que me aseguraba llorando que había sido un error irse sin mí y yo, en lugar de decirle alguna estupidez, como "sí, vuelve", le pedía paciencia porque estaba haciendo todo por irle a dar el alcance, que la quería y que fuera fuerte por todas sus metas. Yo lo sabía: yo había sido un poco de agua en medio del desierto para ella, no un jugo de frutas en una ciudad tranquila, un trampolín de piscina... aunque siempre creyera que, en algún momento, mis actos lograrían que se comprometiera de la misma forma que yo, a pensar en mi familia como la suya... en nuestro futuro como el suyo, pero no... nunca fue así, siempre fue "te quiero porque te necesito", nada más. "Daría lo que fuera por verte", me había dicho días antes. Ella tenía alternativas, podía haber vuelto, de haberlo querido... yo había hecho todo lo que estaba en mis manos para alcanzarla, no tenía más opción que resignarme.
El día en que terminó conmigo fue el día más triste de mi vida. Yo quería buscar el edificio más alto de Perú y lanzarme de él, pero una llamada, la de una de mis amigas más queridas, Vania, me devolvió la razón e inició el lento camino para salir de mi depresión. "Tienes muchos motivos para quedarte aún en Lima. Si piensas que no, entonces anda, ve y lánzate desde un piso lo bastante alto". Y así fue. Después de llorar sin parar por un tiempo largo, me detuve y ¡Oh, claridad! Y disfruté Lima, como nunca antes lo había hecho, y crecí, y aprendí mil y un cosas. Y recordé que no era por nadie más que por mí que quería llegar hasta París, que quería escribir algún texto mirando la Torre Eiffel o ir a visitar a la Gioconda (cosa que aún no hago).
El día en que terminó conmigo fue el día más triste de mi vida. No tengo memoria de un día más horrible, y menos mal. Ese día ya no tenía puesto el anillo que solía usar en mi anular izquierdo hasta unas semanas atrás y prometí llegar a Francia radiante. Una vez aquí, iba a arrojar ese objeto, lo iba a hundir en el Sena. No lo iba a dejar caer. Lo iba a lanzar.
Una semana después de llegar a París no la estaba pasando bien. Aún no conseguía casa, en un par de días tenía que salir del lugar en donde me estaba alojando y la burocracia francesa no me permitía avanzar en ningún trámite que hiciera más confortable mi estadía. Luego de ir de un lado a otro, visitando sin suerte prospectos de cuartos, con quien se convertiría en uno de mis compañeros de departamento, Igor, terminé desconsolado en el Bulevar Saint Michel, dándome cuenta que, salvo las primeras 48 horas de mi llegada, no me había detenido a pasear por ningún lado, así que decidí olvidarme de todo, comprar un crêpe, y llegar hasta un lado del Sena, sentarme frente a él un instante y disfrutarlo. Y entonces me acordé que traía conmigo el aro (en realidad, terminaron siendo dos). Si el anillo único solo podía ser destruido en el Orodruin, el que alguna vez brilló feliz en mi mano solo podía ser ahogado en un lugar en el mundo (bueno, nunca tanto :D). Así lo hice. Mientras tanto, escribía algunas de las cosas que pasaban por mi cabeza en aquél momento.
Veinticuatro horas después, a Igor y a mí se nos uniría Mariano en la búsqueda de la casa prometida. En un momento, Mariano, que empezaba a empaparse de todo lo que significaba tomar el metro en París, me pidió mi plano de estaciones. Al abrirlo, un pequeño pedazo de papel salió volando y terminó en los rieles por donde segundos después pasaría el RER línea B de la estación Saint Michel-Notre Dame. Así tuvo que ser. Así fue. Digamos que el último recuerdo terminó siendo arrollado por un tren.
¿La extraño? Yo la amé.  La quería porque ella era ella, con nombres y apellidos. Deseaba tener hijos con ella, un perro, un depa, un carro... no me imaginaba un futuro en el que ella no estuviera presente, pero en el peor momento de mi vida no estuvo, mas sí mis familiares y amigos más leales, gente a la que le debo todo. Pero, ¿la extraño? Honestamente no tengo ni idea de lo que haría si en algún momento me la cruzo. Alguna vez supe que había vuelto a Lima por unos días, pero ni papas. Quizá ya esté casada, tenga hijos, un perro, un depa, un carro, viva en París o en Atenas... quizá sea feliz de corazón y no un ente que vive por vivir, que tiene al lado a alguien a quien quiere de veras y no crea quererlo por costumbre y/o necesidad, pero "uno nunca sabe lo que puede pasar". No siempre nos cruzamos con personas como la chica del helado. No todos pueden admitir su egoísmo o que su necesidad de buscar la dicha, que es algo justo, acabara destruyendo la de otro.
Si el día en que terminó conmigo me hubiera dicho que quería ser libre, que yo ya no podía hacerla feliz a la distancia y que agradecía todo lo que había hecho por ella, independientemente de los malos ratos, y no las excusas que soltó, tirándome la culpa por su desgracia -para, a su vez, creerse menos culpable por su accionar- y haciéndome sentir el ser más horrible del mundo (en el colmo de mi depresión, que no me permitía plantear ningún tipo de defensa), otro sería el cantar y hasta me hubiera tomado la molestia de ponerme en contacto con ella (después de todo, creo en los finales felices), pero el perdón es algo curioso que solo se le brinda a quienes admiten haber cometido una falta. Y la confianza, ufff... es algo que se gana con acciones, no con palabras, no con decir "daría lo que fuera por verte", sino apareciéndose, en el momento justo, en la puerta de la casa del ser querido vistiendo una sonrisa, así se haya tenido que bajar de la Luna.

Trampolín - El Gran Combo

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