Cuando me di cuenta que me había enamorado de ella fue como un “Oh, Dios mío, ¿por qué rayos tengo que lidiar con esto?”, pero , al margen de mi supuesta sorpresa, yo sabía que lo que estaba pasando era la conclusión lógica de una relación que había empezado un par de meses antes. Me gustó desde la primera vez que la vi. Me gustaba mucho y me llevaba bien con ella. ¿Qué más pruebas necesitaba? Pude haberlo dribleado a sabiendas del gusto inmediato, evitando ponerme en contacto con ella, abriéndome, pero siempre, siempre, siempre… el ser humano hace planes partiendo del optimismo y me embarqué en la aventura de conocerla. Cuando ya era mi amiga y, tras darme cuenta de que la pensaba todo el tiempo, un día me le mandé y reboté. Luego, a diferencia del gusto explosivo, que nació instantáneo, mi relación con ella se deterioró lentamente hasta destruirse por completo y hoy ser nada más que un recuerdo que recuerdo únicamente para sacar un par de conclusiones...
Podría haber sido una rata de dos patas con el resto de personas, renegona hasta el tuétano, conflictiva, fría e inexpresiva, pero antes de la bronca yo era una de las pocas personas que podía sacar lo mejor de ella. A mí nunca me reclamaba. A mí nunca me decía “no” (salvo, desde luego, tras la mandada). A mí solo me sonreía y me llenaba de caricias. Incluso, durante nuestra última conversación “como amigos”, me contó que tenía un problema, que sabía que era una chica con la que era difícil lidiar. La odié, porque me trató como un can, pero incluso así, a pesar de pensarla una bruja —como muchos la definían— en la distancia —me contó un amigo en común— partió en llanto escuchando una canción que solíamos tararear juntos cuando todo era felicidad, y aseguró que me extrañaba. Como lo veo, y lo creo ahora, ese muro defensivo que era su dureza, su huraña actitud frente al resto, no lo levantaba conmigo y, por ello mismo, mi corazón se terminó endulzando ante un ella que era realmente ella, sin máscaras. Una ella con la que ella ni siquiera sabía que podía contar como esencia. En algún momento del menjunje sentimental le terminé pidiendo disculpas por haberla querido. Para entonces yo ya tenía una frase patentada desde la aparición de la chica del helado: "Me necesita más como amigo que como enamorado". Es un ser incomprendido. Sí, Juan.
Contamos, 1, 2, 3... “Tienes el poder de sacar lo mejor de la gente”, me dijo hace unos días una de mis mejores amigas, Johanna. Aquella no era la primera vez que pasaba. Y definitivamente no fue la última. Todo el palabrerío. Toda la cháchara tenía una razón para traer de vuelta aquél suceso. Yo mismo me encuentro en una situación en la que he levantado un muro defensivo que, básicamente, me encierra a mí y espero que no atente contra la felicidad de nadie afuera. Sin embargo, porque —sí— el ser humano hace planes partiendo del optimismo, empecé a hurgar, de a pocos, en el alma de alguien a quien hace unos meses creía una pieza de mármol y, para ser honestos, si bien racionalmente quiero correr, no hacer nada de nada, en el fondo tengo ganas de descubrirla por completo —si me dejara, claro está. “Es tu esencia, no cambies nunca eso”, insistía la chata, alerta sobre la enorme posibilidad de que, tras intentar involucrarme con esta persona —de la forma que quiera el destino, Dios, o las santas líneas cruzadas—, termine lastimado, pero rendida ante una máxima archiconocida en nuestras conversaciones: uno siempre tiene que buscar su felicidad. Si una situación o mantener una posición no te hace sentir feliz, entonces hay que dar un giro de 180 grados. "Si eso te va hacer feliz, hazlo y luego ya vendrán las consecuencias que tendrás que asumir, sea alegría o dolor”. Realmente no sé si tenga el poder de sacar lo mejor de la gente. Lo que sí sé es que la gente puede hacer mucho daño, en especial, aquellos en los que uno más confía o aquellos de los que más se espera.
Trátame suavemente - Soda Stereo
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