Las hojas han caído, vencidas tras una batalla que no iban a poder ganar jamás... ni el hombre, que es hombre con toda su racionalidad, puede hasta el momento hacerle frente a un enemigo tan atroz. Bueno, al menos este hombre, tan poco acostumbrado a andar en ambientes tan fríos. "Y ni siquiera hemos estado aún bajo cero", me dice uno de mis dos compañeros de casa, Mariano. Cierto. "Apenas" andamos a cero grados centígrados, y viene lo peor dentro de unos meses. Caminamos por la avenida Saint Michel rumbo a la Catedral de Notre-Dame, donde hoy se realizó una procesión en homenaje al Señor de los Milagros, con todo y su anda, y su santo, y sus fieles. "Nunca fui a ninguna procesión en Lima y ahora se me da por ponerme religioso", pensaba mientras Mariano tomaba algunas fotos. Yo igual, clic por aquí, clic por allá. "Que se vea el fondo con la catedral". Ok. Luego de todo lo que pasó para que yo pudiera poner un pie en Francia (que ya contaré en algún momento... sí, estoy en París, daaaaa) empecé a creer que algo divino se paseaba por el cielo por donde se trasladó el avión que me trajo hasta un lugar tan lejano de Lima. "Gracias", rezo para mis adentros. Si ÉL existe, seguro me escucha fuerte y claro, y sabe que no estoy siguiendo la procesión por puro nacionalismo, aunque, claro, todo lo que sea peruano aquí es "mon dieu!, c'est incroyable", como poder ver a dos chuckies bailando marinera frente a Notre-Dame.
"Esto en antropología es deslocalización", me cuenta mi compañero. "Se habla de una cultura deslocalizada cuando esta ha sido trasplantada en un contexto diferente al suyo". Mi rostro se entumece. El frío es una cosa increíble. "Realmente no salimos preparados para esto", le comento riéndome para no llorar. Pierdo el control de mi cara. Hablar se me hace difícil. Mis manos, con guantes, sufren, pese a tener abrigo. "Conozco unas brasseries muy cerca de aquí". Ok. "Vamos", le contesto a Mariano. Luego de unos minutos, y tras rajar de tanto cara pálida que se nos cruzaba vestido como si estuvieran veraneando en Punta Hermosa (bueno, nunca tanto), estamos frente a una tienda cerca de la Iglesia de San Séverin, frotándonos las manos y matándonos de risa por la forma que habíamos encontrado para paliar el frío: pararnos al lado de un grupo de pollos, lechones y patos que están siendo dorados, a fuego lento, en plena calle. "¿Son cochinillos?", comenta un grupo de turistas españolas al unísono. "Sí, ¡son cochinillos!". Y no sabemos si se refieren a los animales o a nosotros. En todo caso, "los cochinillos son los franceses, que no se bañan nunca", se me ocurre. "Vamos a la casa, ¿no?". Definitivamente. El clima está insoportable.
Ya en el metro, algunos rayos de sol entran por la ventana. Me saco los guantes, confiado de que la luz solar se ha encargado de hacer un poco más humano el retorno hasta nuestro hogar, dulce hogar, pero al salir del vagón, "merde, c'est très mal". QUÉ FRÍO. "Hasta el Sol aquí te engaña". Creo que si existe el infierno, este no debe ser para nada caliente, sino algo parecido a París, heladísimo, con un montón de gente calata, sufiriendo por toda la eternidad.
En casa, cambio mi ropa de calle por una más confortable y, sobre todo, cálida, busco en Internet y encuentro la solución, por el momento, a la ausencia de calor: ¡calientito! Un poco de café, azúcar, agua... y ¡pisco! y el día se pone a 10 grados. Unas galletas, una llamada a Lima, y ya contamos 26, como suele ser en la Ciudad de los Reyes. "Y ni siquiera hemos estado aún bajo cero", recuerdo. Cierto, muy cierto.
Frío - Enrique Bunbury
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